Hace unos días recibimos el correo de Miguel, en donde nos contaba su historia con un modelo de SIMCA, en concreto con el SIMCA 1000 GLE. En cuanto la leí decidí inmediatamente pedirle permiso para publicarla y así todos nuestros lectores (y los que se pasen por este pequeño rincón dedicado a los SIMCA) pudieran disfrutar de este pequeño pero entrañable relato, lleno de cariño y de nostalgia, que ejemplifica como nadie lo que muchos hemos sentido por nuestros queridos y sufridos compañeros de aventuras y de mil vicisitudes como son nuestros SIMCA más queridos.
Con su permiso la reproducimos a continuación, aprovechando también para informaros de que actualmente su propietario (o ex-propietario, sería más correcto definir) se encuentra haciendo gestiones y llevando adelante no pocos esfuerzos para reunirse con su querido 1000 GLE. Confiamos en que pronto pueda darnos buenas noticias, lo que sería sin duda algo enormemente reseñable, porque como todos sabéis de estos coches de antaño cada vez quedan menos que sobrevivan a los planes del Gobierno por quitarlos de las carreteras. ¡Ánimos Miguel, y toda la suerte del mundo!
En 1979, compré por 45.000 pesetas un bonito Simca 1000 de color verde metalizado, con el techo blanco, y que, aunque ya había tenido dos dueños, aún se conservaba en buenas condiciones estéticas y mecánicas. Con ese vehículo comencé a hacer mis primeros pinitos como conductor atemorizado en la vía pública. Un día, subiendo la cuesta de una de las calles de mi barrio, alguien me advirtió de que el coche perdía aceite. Un mecánico dictaminó que se trataba del retén del cigüeñal, una pequeña pieza de goma que se había deteriorado, posiblemente debido a un "calentón" del motor. Era necesario meter el coche en el taller y desmontar el motor para colocar un nuevo retén, aprovechando de paso para cambiar el plato del embrague. No obstante, el coste de esa reparación, sobre todo a causa de la mano de obra necesaria, era excesivo para un estudiante que sólo trabajaba a tiempo parcial. A uno de la pandilla se le ocurrió que su cuñado, que trabajaba de mecánico, podía ocuparse del tema con el concurso de los amigos, y desmontar el motor con la ayuda de todos en una nave de su propiedad que estaba vacía. Sólo habría que comprar las piezas y al mecánico le serviría de práctica profesional no remunerada. La mano de obra corría por cuenta del esfuerzo corporal de mi grupo de amigos. Aquellos chavales, con más moral que el Alcoyano, nos ocupamos durante varios días de desmontar el motor y colocar en el suelo las distintas piezas, debidamente ordenadas para facilitar su posterior montaje. Sin embargo, una terrible tormenta asoló una noche la ciudad y la nave se inundó. Cuando la pandilla llegamos hasta allí al día siguiente, el espectáculo era dantesco y desalentador. El barro cubría las piezas, que estaban esparcidas por todo ese amplio espacio. No había luz y había que utilizar linternas. Durante las siguientes semanas, mis amigos y yo aprovechamos los ratos libres de algunos días, al atardecer, hasta que conseguimos montar todo, bajo las directrices del mecánico, después de haber localizado e identificado cada uno de aquellos componentes. Y llegó la feliz tarde en la que todos nos convocamos para arrancar el Simca. El motor rugió, el mecánico quitó el freno de mano, metió la primera marcha, pero el coche no avanzó ni un centímetro. La desolación fue general. Habían transcurrido dos meses y las cosas estaban como al principio. El dictamen del "supuesto" mecánico fue que había colocado el plato del embrague al revés. Todos nos miramos los unos a los otros y en nuestros semblantes se reflejaba la triste convicción de que era necesario volver a desmontar el coche otra vez. Algunos de mis amigos mostraron signos evidentes de tirar la toalla y dejar aquel vehículo abandonado en la maldita nave. Confieso que yo también. Con el paso del tiempo, comprendí que el hecho de que mis amigos accedieran a volver a desmontar y montar de nuevo el motor no era sino la demostración más palpable de hasta donde puede llegar la amistad entre los jóvenes. Aquello fue un detalle impagable. Al cabo de cuatro meses de su entrada en aquella nave del poblado de La Fortuna (irónico nombre, por cierto, para aquella desgraciada aventura), el Simca 1000 volvió a pisar el asfalto y sus ocupantes llegamos sanos y salvos hasta el barrio. Pero aquel coche ya no era el mismo. Sus mecanismos parecían resentidos, dolidos, como si no hubieran podido superar una enfermedad aguda. De alguna forma, perdí la confianza que había empezado a ganar al volante. Ya no me fiaba de mi coche. Y, por ende, tampoco me fiaba de mi mismo. Así, en la primera oportunidad que tuve, me deshice de él. Los años han pasado y me he visto a mí mismo a veces, navegando por Internet, visitando páginas de coches clásicos y, aunque lo disimulo como puedo, me detengo en alguna Web buscando Simcas 1000 de color verde metálico, y les miro la matrícula con la vana esperanza de que coincida con la de mi primer coche. Me pregunto qué sucedería si, por azar, aquel vehículo hubiera sobrevivido al previsible desguace y permaneciese oculto y dormido en las instalaciones anejas de cualquier taller desvencijado. Y me encontrase, cara a cara, de nuevo con mi coche y, por ende, conmigo mismo, con aquel joven inexperto e impaciente. Conozco a algunos a los que les ha sucedido algo parecido con una mujer en vez de con un vehículo, y que darían cualquier cosa por recuperar su cariño. Moraleja: No se sabe valorar bien lo que se tiene hasta que se pierde. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario